El batey, otra frontera dominicana
7 de enero de 2025La frontera con Haití no es solo visible y palpable en el muro y los pasos fronterizos que dividen la isla compartida con República Dominicana. Se extiende hacia el interior. A los centros de retención donde cientos de detenidos aguardan a ser expulsados en horas o días próximos. A los camiones-jaula que los transportan entre las comunidades, los centros de retención y la frontera. Y, muy específicamente, a los bordes de los “bateyes”, antiguas comunidades cañeras.
Las comunidades más afectadas por la política de “persecuciones, detenciones y expulsiones forzadas”, intensificada por el Gobierno dominicano desde octubre de 2024, no están en la frontera, asegura a DW Yuderkys Espinosa, filósofa e investigadora afrodominicana, sino en antiguas o actuales zonas cañeras o turísticas, donde trabajaron o trabajan muchas personas haitianas, explica.
El fin de la Amistad
Es el caso del batey Baraguana, uno de los cinco del ingenio Amistad, que molió su última zafra hace más de 20 años, en el municipio de Imbert, provincia Puerto Plata. Es uno de los más de 400 bateyes de más de una docena de ingenios que alguna vez tuvo República Dominicana. Entonces, esos ingenios funcionaban gracias a la mano de obra haitiana, garantizada por acuerdos bilaterales con los Gobiernos de ese país. Hoy, menos de la mitad sigue moliendo caña y produciendo azúcar.
La última vez que se recuerda haber contado, en 2012, los cinco bateyes de Amistad daban cobijo a más de 1.300 personas dominicanas, haitianas y dominicanas de ascendencia haitiana. En total, son al menos 200 mil las personas que hoy podrían seguir viviendo en bateyes, muchos transformados en barrios ya nada cañeros, según los cálculos de la ONU, el Consejo Estatal del Azúcar (CEA) y la prensa local.
Pero hoy nadie sabe decir con exactitud cuántas personas viven en Baraguana. Unas 300 y, entre ellas, unos 50 menores, todos haitianos y dominicanos de ascendencia haitiana, calcula Chedeline Pierre, nacida en el batey hace 31 años.
“Pocas opciones de desarrollo”
Cuando un auto se desvía de la carretera que conecta a Baraguana con el resto del país, pasa primero por otro batey en el que abundan, sobre todo, casas pequeñas, pero de mampostería. Es un batey “mixto”, aclara Wendy Osirius, trabajador social y defensor de derechos humanos que acompaña a DW y aprovecha el viaje para llevar donaciones de alimentos a personas mayores y familias con niños en Baraguana.
Mientras en este batey mixto “se percibe un nivel de desarrollo humano” –con servicios básicos como escuelas, parroquia católica, agua potable y electrificación sólida-, en los bateyes donde solo residen haitianos o sus descendientes no reconocidos como dominicanos “hay pocas opciones de desarrollo”, lamenta el activista.
El batey Baraguana, más al fondo de este paisaje rural, no tiene alcantarillado, sino letrinas. Sus casitas de madera fueron construidas por oenegés y “grupos de extranjeros”, dice Osirius. Los “barracones” –como llaman a las estructuras de mampostería concentradas en el centro del batey– los construyó, en su momento, el CEA, una dependencia de la Presidencia de la República.
Osirius, de 37 años y originario de Cabo Haitiano, reside en Dominicana desde hace 33. “Legalmente”, aclara, porque esta es una suerte que no comparten los residentes de Baraguana. Muchos llevan más años que él residiendo en el país, y dedicaron gran parte de su vida a contribuir al desarrollo de la industria azucarera dominicana. Pero ni ellos ni sus descendientes tienen hoy una situación migratoria clara, y temen ahora ser expulsados del país.
Sin situación migratoria clara
Ahí está, por ejemplo, Paul Telemaque, originario de Trout-du-Nord, en Haití. A punto de cumplir 100 años, asegura, aunque su cédula haitiana y su ficha de trabajador del CEA dominicano lo registran como de 83. Llegó contratado como “bracero” (cortador de caña), en 1971, bajo la presidencia de Joaquín Balaguer. Trabajó “en la República entera”, recuerda, y enumera los nombres de más de una decena de ingenios. Vive con su esposa en el batey y aún se mantiene con trabajos informales en la construcción y con el apoyo de cinco hijos nacidos en Dominicana.
Es una de las más de 280 mil personas que se inscribieron en un Plan Extraordinario de Regularización de Extranjeros en situación irregular en República Dominicana, lanzado por el Gobierno de Danilo Medina, en 2013. Obtuvo un permiso temporal de trabajo, pero se le venció en 2020. Para renovarlo, debía pagar sumas de las que no disponía, afirma.
Diesel Pelícan, de 67 años, fue también bracero. Se estableció en el país en 1991 y estuvo “cortando caña” hasta que perdió la vista una década después, dice. Nunca supo por qué se quedó ciego, ni le dieron pensión alguna, pero lo ayudan dos hijos, también residentes en el batey. Pelícan no tiene documentos, los puso debajo de un colchón y los perdió cuando alguien vendió la cama, cuenta. Pero “a las personas discapacitadas no las tocan cuando vienen”, explica a DW.
En cambio, otros residentes del batey, jóvenes y también mayores, como Mariejo Liberal, excocinera de los picadores de caña, sí se ven obligados a dormir escondidos en el campo si sospechan o reciben avisos de que puede llegar Migración. A veces, a la gente que no está “les llevan las cosas”, se quejan.
Pero “conmigo no se meten”, afirma también Paul Telemaque. Tampoco con Luc Etienne, otro exbracero de 106 años, que trabajó en la caña, el café, y otros cultivos dominicanos desde 1952 a 2002, y no tiene más documento que su ficha del CEA. “Tienen más flexibilidad” con las mujeres con niños, y con ancianos que aportaron a la economía dominicana, reconoce Chedeline Pierre, de 31 años, hija de otro bracero ya fallecido y hoy madre viuda con dos hijos.
Descendientes de haitianos nacidos en República Dominicana
“Yo nací aquí”, el 21 de enero de 1993, dice Chedeline. “Estudié aquí también, pero tuve que dejar la escuela por falta de documentos”. Fue futbolista de una selección dominicana con la que compitió en el extranjero, cuenta. Pero, al llegar a la mayoría de edad e intentar obtener su cédula, comenzaron sus problemas. Su inscripción de nacimiento presentaba irregularidades que aún no ha podido corregir; el nombre de su madre, por ejemplo, no era el correcto.
Por falta de documentos tampoco consigue un trabajo formal, lamenta. Y algo similar le sucede a Daniela Pierre, de 29 años y tres hijos. O a Wanita Eleury. A sus 27 años y con un hijo, Wanita colabora con organizaciones internacionales como promotora de proyectos con inmigrantes haitianos. “Sin gran remuneración. Simplemente lo tomo como un trabajo social”, dice la también activista y vicepresidenta de MOWODE, una ONG promotora de derechos de niñas y mujeres en República Dominicana.
La mayor aspiración de estas tres jóvenes parece simple, pero no lo es. “Poder tener algún documento, poder trabajar y ayudar a mis hijos. Volver a la escuela a estudiar, a aprender algo”, insiste Chedeline Pierre. La regularización de la población migrante haitiana y, “mayormente, de los hijos de haitianos nacidos en República Dominicana”, pide también Wanita Eleury. Porque “el país te brinda oportunidad de salir adelante, pero no si eres indocumentada”.
Esta es “una de las poblaciones más vulnerables” del República Domincana, explica a DW el activista Wendy Osirius, presidente del Movimiento por los Derechos Humanos, la Paz y la Justicia Global (MONDHA). La mayoría no tiene documentación dominicana, pese a haber nacido antes de 2010, cuando el país cambió su Constitución para eliminar el derecho a la ciudadanía por nacimiento para los hijos de inmigrantes indocumentados.
Desnacionalización, apatridia y trabas burocráticas
En 2013, el Tribunal Constitucional del país sentenció que la nueva regla podía aplicarse con carácter retroactivo, lo que desnacionalizó y convirtió en apátridas a decenas de miles de personas nacidas en República Dominicana de padres haitianos desde 1929.
Un año más tarde, el Congreso promulgó un Régimen Especial de Naturalización, tanto para descendientes de migrantes irregulares inscritos en el registro civil dominicano, como para quienes nunca fueron inscritos, pero residieron toda su vida en el país, sin vínculo con el país de origen de sus padres.
Sin embargo, solo una parte del primer del primer grupo, y tras disímiles trabas burocráticas, ha obtenido o recuperado su nacionalidad dominicana, confirman a DW estudios independientes. Y lo confirma también el testimonio de Elena Lorac, que calificó para el llamado "Grupo A", pudo recuperar su nacionalidad y es una de las coordinadoras de Reconoci.do, un movimiento por los derechos civiles y políticos de dominicanos de ascendencia haitiana.
Los procesos de documentación de personas descendientes de migrantes, incluso cuando se trata de parejas mixtas donde el padre aporta la nacionalidad dominicana “siguen con trabas”, corrobora el abogado Emmanuel Leclerc, promotor de derechos humanos del Centro Montalvo, una ONG de la obra social jesuita dominicana. Actualmente, concluye, cualquier persona de bajos recursos –como los residentes de bateyes como el Baraguana- “deja el proceso botado”.
(ers)